domingo, 4 de febrero de 2018

Curando la humildad

Siempre que me preguntan digo que la vida en Rabat es un poco como una burbuja. Es la capital, una ciudad administrativa, con un buen nivel de vida, donde residen muchos extranjeros y además es muy tranquila. 

Sin embargo, esta semana tuve la ocasión de conocer el sur del país y allí, ser testigo directo de la vida en una zona rural y deprimida del país. Allí pude hablar con muchas mujeres, cada una con una historia y ninguna de ellas cómoda de escuchar por su infortunio y su desdicha.

Allí estaban ellas, con las manos hinchadas y tatuadas de tierra, las caras ingratamente envejecidas como recompensa a tantas horas de tajo y esfuerzo. Pequeñajos a sus espaldas sin decir palabra, acostumbrados a pasar horas y horas resguardecidos bajo el calor de la espalda materna.

Muchas me enseñan sus carnets de identidad, y advierto que las antiguas fotos no corresponden a sus rostros actuales. La mayoría de ellas son preciosas, una belleza marroquí que sólo se puede apreciar al tenerlas enfrente y sin embargo, a pesar de haberse difuminado toda su lindeza, esos ojos, esos ojos siguen desprendiendo incandescencia.

Las miro y observo ese espíritu endurecido por la vida que el azar les ha regalado como broma de mal gusto y sin embargo, su mirada transmite dulzura. Me sonríen, ni una mala mueca, todo lo contrario, sus voces inundan dulzura. Una chica que roza los 30 años me cuenta que está divorciada, que tiene 6 hijos, la pequeña tiene 2 y el mayor 18. - "¡Dieciocho?!", le respondo automáticamente. "Sí, es que lo tuve siendo muy pequeñita", me dice en su idioma natal, el dariya, acompañando una sonrisa de orgullo. 

Otra chica, con un ojo morado, no dice nada, no hace falta. Y de pronto, se me acerca otra chiquilla y me dice si puede coger una de las galletas que tengo encima de la mesa. Le ofrezco el plato y ella tímidamente acierta a coger una sola, como un gran tesoro, sonriéndome como si le hubiese concedido un gran regalo. 

La mujer que lleva un muñequito entre sus brazos, bien tapado para que no coja frío, me dice que esa cosita todavía no tiene un mes, y que en unas semanas dejará de darle el pecho para poder irse lejos a trabajar, y así conseguir algo de dinero. Su calma y melosidad no evita que se me parta el alma.

Miro un grupito de ellas a unos metros, se ríen y se hacen bromas, como ajenas a toda la miseria que las anegan. Mientras me alejo, dos mujeres se me acercan para despedirse, parecen madre e hija. Me habla la niña en un francés desvencijado, y me pide algo que no le puedo conseguir. Se lo digo con mucha pena... ella me sonríe y me da las gracias. La madre me coge las manos con las suyas, "shucram" (gracias), me dice... y me voy de allí roto por un agradecimiento que no merezco.

Este rabateo no es un rabateo más, es el rabateo. Una lección de vida que te cura la humildad y te tira abajo muchos valores que ahora descubro que no son tales.

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